RÉQUIEM [1935-1940]
No me amparaba ningún cielo extranjero,
no, alas extranjeras no me protegían.
Estaba entonces entre mi pueblo
y con él compartía su desgracia.
(1961)
En vez de Prólogo
Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer –los labios morados de frío- que nunca había oído mi nombre salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurros):
- ¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
- Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que un día había sido su rostro.
(Leningrado, 1 de abril de 1957)
Dedicatoria
Puede una pena así mover montañas
y detener la corriente de un gran río,
pero no puede quebrar con su fuerza los cerrojos
que nos separan de las celdas y los presos
llenos de angustia mortal.
Hay quien respira el fresco de la brisa,
hay quien siente la dulzura del sol cuando se pone,
pero nosotras, compañeras en la desdicha,
oímos sólo el sonido ominoso de las llaves
y los pasos de plomo del soldado.
Nos levantábamos como para la misa del alba,
cruzábamos la ciudad embrutecida
y, más muertas que vivas, nos encontrábamos allí.
Se acortaban las horas de sol, la niebla pesaba sobre el Neva,
pero aún la esperanza cantaba a lo lejos.
La sentencia… Brotan de pronto lágrimas
y una mujer se siente fuera del grupo;
como si le hubieran arrancado el corazón y brutales
lo arrojaran al suelo, para luego soltarla,
así camina, tambaleándose… sola.
¿Dónde están hoy aquéllas con quienes sin querer
compartí mis dos años de infierno?
¿Qué formas adivinan en las ventiscas de Siberia?
¿Qué presagios en el aro de la luna?
A ellas envío mi adiós.
(Marzo de 1940)
Introducción
[…]
I
De madrugada vinieron a buscarte.
Yo fui detrás de ti como en un duelo.
Lloraban los niños en la habitación oscura
y el cirio bendito se extinguió.
Tenías en los labios el frío del icono
y un sudor mortal en la frente. No olvidaré.
Me quedaré, como las viudas de los soldados del zar Pedro,
aullando al pie de las torres del Kremlin.
(1935)
2
Apacible fluye en Don apacible.
Amarilla la luna entra en mi casa.
Entra, ladeada la gorra;
la luna amarilla percibe una sombra.
Esta mujer está enferma,
esta mujer está sola.
Su marido, en la tumba; su hijo, en la cárcel.
Rezad por mí.
[…]
5
Diecisiete meses hace que grito
llamándote a casa.
Me he postrado a los pies del verdugo,
hijo mío, terror mío.
El mundo entero es confusión
y yo ya no sé distinguir quién es la bestia
y quién el hombre.
¿Cuánto falta para la ejecución?
Quedan sólo flores polvorientas, el rumor
de la lámpara de incienso, y huellas
que no llevan a ninguna parte.
Directa a los ojos me mira,
mal augurio de una muerte cercana,
una inmensa estrella.
(1939)
[…]
7
La sentencia
Cayó la palabra de piedra
en mi pecho aún vivo.
No es grave, estaba preparada,
posiblemente me acostumbraré.
Hoy tengo mucho, mucho que hacer:
he de matar la memoria,
volver de piedra el corazón,
he de aprender a vivir de nuevo.
Y si no… El cálido rumor del verano
es una fiesta tras la ventana.
Desde hace tiempo tenía el presagio:
un día claro y la casa vacía.
(22 de junio de 1939)
[…]
9
Ya la locura levanta su ala
y cubre la mitad de mi alma,
me embriaga con el vino que quema
y me atrae al valle sombrío.
He comprendido que debo
aceptar su victoria,
escuchar mi desvarío
como si fueran delirios de otro.
Sé que no ha de permitirme
llevar nada conmigo
(es vana mi súplica,
la enfurecen mis ruegos):
ni los terribles ojos de mi hijo
-de dolor hecho piedra-,
ni la tormenta estallando aquel día,
ni la hora del encuentro ante las rejas,
ni la fresca dulzura de sus manos,
ni la sombra temblorosa del tilo,
ni el rumor leve, lejano,
de una última palabra de consuelo.
(Casa del Fontanka, 4 de mayo de 1940)
[…]
Epílogo
1.
He aprendido cómo se hunden los rostros,
cómo bajo los párpados late el miedo,
cómo surca el sufrimiento las mejillas
con trazo rígido de signos cuneiformes;
cómo los negros rizos y los rizos de oro
de repente se vuelven pálida plata,
cómo huye del labio dulce la sonrisa
y en la risita seca halla eco el terror.
Si ruego, no es sólo por mí: ruego
por todas nosotras, hermanas -en la desdicha- mías,
en el frío feroz y en el ardor de julio,
al pie de muros rojos que permanecieron sordos.
Comentario
Al igual que le ocurre a Jesús, el calorcito de esta comunidad me ha devuelto una reconfortante sensación de antaño, cuando de joven me embelesaba a gusto con la lectura de poesía. Y debo deciros que a menudo me he quedado atónito por el modo en que en este foro se hilvanan con aguja de cristal asociaciones exquisitas y juicios atrevidos en lecturas perspicaces. Así que también debo deciros que hoy me siento como un elefante en una cristalería. Lo digo más que nada por la etimología –entre tanto se engrosó mi piel- y porque temo cortarme torpemente –como ahora- con mis propias palabras. Por ello me protegeré con las palabras de otros. Con todo, es gratificante comparecer por fin ante lectores como vosotros con un poema como el que os propongo.
He leído a Anna Ajmátova (1889-1966) recientemente, gracias a un amigo que me prestó una antología poética con traducción y selección de Olvido García Valdés y Monika Zgustova. Cedí con facilidad ante el consejo de mi amigo por su enfática descripción de esa generación desdichada de poetas rusos disidentes que mantuvieron el tipo hasta el final -la propia Ajmátova compuso trágicos poemas sobre esa conciencia generacional- y por sus no menos enfáticas alusiones a la famosa noche de Isaiah Berlin con Ajmátova en la casa de esta última, entre el 13 y el 14 de noviembre de 1945 en Leningrado -de lo cual también da testimonio un buen racimo de poemas de Ajmátova-. Aquella noche les marcó a ambos profundamente. La pasión anticomunista y ciertas trazas del liberalismo de Berlin estuvieron íntimamente unidas a su reconocimiento de ese grupo de disidentes rusos y, en particular, a su visita a Ajmátova. Según leo en la biografía de Michael Ignatieff (Isaiah Berlin. Su vida, Taurus, Madrid, 1999), en ella encontró un reproche “incontaminado”, “indómito” y “moralmente impecable” para los marxistas que creían que el individuo no podía enfrentarse a la marcha de la historia; y en ella encontró también el ejemplo vivo de que la libertad negativa no era -como defendía John Stuart Mill- la condición necesaria del perfeccionismo humano, de que éste podía sobrevivir en las condiciones más hostiles para la libertad.
En su encuentro con Ajmátova, ésta le recitó algunos de los poemas que hasta entonces componían su Réquiem. Trato de imaginar la excepcionalidad de la situación.
En numerosas ocasiones, Ajmátova quemaba los poemas que recitaba ante su íntima audiencia para evitar pruebas que pudieran incriminarla. Personalmente me conmueve la rebeldía y la intención anamnética de Réquiem, ese poder recuperador de la palabra (“¿Y usted puede dar cuenta de esto? Yo le dije: Puedo”) que, a través de la recreación poética del sufrimiento personal, trata de mantener a toda costa el lazo maltrecho de la solidaridad herida, pese a un mundo que le es absolutamente adverso (“El mundo entero es confusión / y yo ya no sé distinguir quién es la bestia / y quién el hombre”). En relación con esto quiero poner a vuestra consideración tan sólo una cuestión.
Ya la locura levanta su ala
y cubre la mitad de mi alma,
me embriaga con el vino que quema
y me atrae al valle sombrío
Comentando este pasaje, Olvido García Valdés hace la siguiente reflexión: “Señaló Jospeh Brodsky en esta obra un rasgo que es, en realidad, inherente a cualquier obra que trabaje con materiales autobiográficos de dolor y de muerte: se trata del desdoblamiento, la escisión que siente quien escribe entre la experiencia personal del dolor y la contemplación estética de esa experiencia, una escisión que puede acercarse a la locura… Lo terrible para quien vive una situación semejante a la de Ajmátova es la imposibilidad de reaccionar en proporción a los hechos. La expresión del dolor, la descripción –en su caso- de los horrores del terror estalinista, requieren de quien habla cierta separación, cierto proceso de racionalización, una frialdad contemplativa, que quien al mismo tiempo sufre no puede evitar reprocharse, echarse en cara; la contemplación del propio sufrimiento con fines de escritura es lo que genera enajenación”.
Supongo que este motivo está detrás de la sentencia de Adorno de que “no se puede escribir poesía después de Auschwitz” y de buena parte de la creación que ha tratado de hacerse cargo del mal radical. Se me viene a la memoria la película Andrei Rublev de Tarkovski, donde creo advertir que sólo la plena conciencia de esa disociación, que alcanza al compromiso mismo del autor con su creatividad, le da a éste en determinadas circunstancias el criterio de la autenticidad y la determinación para, pese a todo, superar valientemente la opción del silencio.