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Le Sept Vieillards
A Victor Hugo
Fourmillante cité, cité pleine de rêves,
Où le spectre en plein jour raccroche le passant!
Les mystères partout coulent comme des sèves
Dans les canaux étroits du colosse puissant.
Un matin, cependant que dans la triste rue
Les maisons, dont la brume allongeait la hauteur,
Simulaient les deux quais d'une rivière accrue,
Et que, décor semblable à l'âme de l'acteur,
Un brouillard sale et jaune inondait tout l'espace,
Je suivais, roidissant mes nerfs comme un héros
Et discutant avec mon âme déjà lasse,
Le faubourg secoué par les lourds tombereaux.
Tout à coup, un vieillard dont les guenilles jaunes
Imitaient la couleur de ce ciel pluvieux,
Et dont l'aspect aurait fait pleuvoir les aumônes,
Sans la méchanceté qui luisait dans ses yeux,
M'apparut. On eût dit sa prunelle trempée
Dans le fiel; son regard aiguisait les frimas,
Et sa barbe à longs poils, roide comme une épée,
Se projetait, pareille à celle de Judas.
II n'était pas voûté, mais cassé, son échine
Faisant avec sa jambe un parfait angle droit,
Si bien que son bâton, parachevant sa mine,
Lui donnait la tournure et le pas maladroit
D'un quadrupède infirme ou d'un juif à trois pattes.
Dans la neige et la boue il allait s'empêtrant,
Comme s'il écrasait des morts sous ses savates,
Hostile à l'univers plutôt qu'indifférent.
Son pareil le suivait: barbe, oeil, dos, bâton, loques,
Nul trait ne distinguait, du même enfer venu,
Ce jumeau centenaire, et ces spectres baroques
Marchaient du même pas vers un but inconnu.
À quel complot infâme étais-je donc en butte,
Ou quel méchant hasard ainsi m'humiliait?
Car je comptai sept fois, de minute en minute,
Ce sinistre vieillard qui se multipliait!
Que celui-là qui rit de mon inquiétude
Et qui n'est pas saisi d'un frisson fraternel
Songe bien que malgré tant de décrépitude
Ces sept monstres hideux avaient l'air éternel!
Aurais-je, sans mourir, contemplé le huitième,
Sosie inexorable, ironique et fatal
Dégoûtant Phénix, fils et père de lui-même?
- Mais je tournai le dos au cortège infernal.
Exaspéré comme un ivrogne qui voit double,
Je rentrai, je fermai ma porte, épouvanté,
Malade et morfondu, l'esprit fiévreux et trouble,
Blessé par le mystère et par l'absurdité!
Vainement ma raison voulait prendre la barre;
La tempête en jouant déroutait ses efforts,
Et mon âme dansait, dansait, vieille gabarre
Sans mâts, sur une mer monstrueuse et sans bords!
Los siete viejos
A Victor Hugo
¡Ciudad hormigueante! ¡Ciudad llena de sueños,
donde el espectro a pleno día atrapa al que pasa!
Por doquier los misterios como la savia fluyen
en las angostas venas del coloso potente.
Una mañana, mientras que en la lúgubre calle
las casas, cuya altura la niebla acrecentaba,
parecían los muelles de un río desbordado,
y, decorado al alma del actor semejante,
una amarilla niebla ensuciaba el espacio,
seguía yo, envarando como un héroe mis nervios,
y discutiendo con mi alma ya fatigada,
el arrabal batido por pesadas carretas.
De pronto a un viejo cuyos amarillos harapos
el color imitaban de ese cielo lluvioso,
y cuyo aspecto habría hecho llover limosnas,
sin la malignidad que en sus ojos brillaba,
pude ver. Se dijera su pupila en la hiel
bañada; su mirada aguzaba la escarcha,
y su barba de largos mechones, cual un sable,
tiesa se proyectaba igual que la de Judas.
Él encorvado no estaba, sino roto; su espina
y su pierna un perfecto ángulo recto hacían,
de forma que el bastón, rematando su facha,
le daban la figura y el paso desmañado
de res coja o judío que tuviera tres patas.
En la nieve y el lodo marchaba tropezando,
cual si bajo sus botas fuese aplastando muertos,
hostil al universo, más bien que indiferente.
Otro igual: bastón, barba, mirada, espalda, andrajos,
de un mismo hades salido, exacto, tras de él iba,
centenario gemelo, y estas sombras barrocas
a la par caminaban hacia un fin ignorado.
¿De qué infame complot era entonces yo el blanco,
o qué maligno azar me humillaba de tal modo?
¡Pues conté siete veces, de minuto en minuto,
este viejo siniestro que se multiplicaba!
Que quien se haya reído de mi desasosiego,
y de un temblor fraterno no se haya estremecido,
piense que un aire eterno, a pesar de su tanta
ruina, estos siete monstruos repugnantes tenían.
¿Hubiera, sin morirme, contemplado al octavo,
inexorable Sosias, irónico y funesto,
Fénix que ya aburría, hijo y padre de él mismo?
- Pero volví la espalda al cortejo infernal.
Exasperado como un ebrio que ve doble
volví a casa, cerré con espanto mi puerta,
enfermo y aterido, febril mi alma turbada,
¡por el misterio herida y por la absurdidez!
En vano mi razón el timón procuraba;
la tempestad jugando confundía su esfuerzo,
¡y mi al ma bailaba, bailaba, vieja barca,
desmantelada en una mar monstruosa y sin límites!
(Traducción de Luis Martínez de Merlo)
Dejo caer de nuevo mi escasa experiencia poética para acompañar los versos que desgranáis semana a semana. Entre los pocos versos que se vienen a mi mente una vez tras otra está el que abre este poema de los "Cuadros parisinos" incluidos en Las flores del mal de Baudelaire. Poco puedo decir de él o de las estrofas que siguen, más que recordar el juego incesante e infinito en que se mueve la poesía creadora, entre la palabra significada y la desconcertante imaginación. ¡Cuántas veces no me he imaginado arrastrado por la visión alucinatoria en el choque sensorial del mundo urbano! Las historias están, en ese cuerpo a veces putrefacto y sórdido, siempre en ciernes, a punto de clarear entre nubes o nieblas de ensoñación. No anegarse en la desbocada imaginación es el ejercicio del poeta que crea mundos fecundos en la experiencia vivida de todos.
(Perdonaréis sin duda la traducción que, en ocasiones, por ser más fiel al verso deja de ser fiel a la palabra. No me he atrevido a mi propia lectura).
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